Cambios.

Llegan a veces sin que uno lo pida, poco a poco se vuelven cotidianos, normales, una rutina. Y de repente, en un movimiento de las manecillas del reloj vuelven a ocurrir. Quizás, esta vez, sin desearlo. Sin necesitarlo, sin pedirlo y volviendo una tortura las pocas cosas que creemos verdaderas en nuestros días.

Dejan vacíos, llenan huecos que durante años parecieron imposibles de ser ocupados. Uno a uno son capaces de transformar una lágrima en una sonrisa, nublar los sentidos y en el mejor de los casos-o peor, todo de como se mire- engañan al corazón.

A veces duelen en el fondo del ser, escocen como el limón a una herida recién hecha y dejan irreparables cicatrices que marcan un segundo como un día, un día como un año, un año como una vida. Cierran ciclos en momentos ideales y abren puertas que miran hacia el abismo.

Y sin embargo, hay días en que el deseo mayor es que no ocurran. ¿Por qué correr riesgos? ¿Por qué esperar sentir esa incertidumbre al sentir fuego donde antes había hielo? ¿Por qué confundirnos por sucesos extraños cuando el pasado nos dice que son simples deseos?

El temor más grande: a lo desconocido.
El dolor más profundo: la pérdida.

El torrente de emociones, de sensaciones y sentimientos encontrados terminan volviendo a uno vulnerable. Vulnerable frente al futuro, frente al juego del destino... frente a cambios que simplemente esperamos pues sabemos que ocurrirán pero que aun no estamos seguros de cómo queremos recibirlos.

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